13.6.11

---h.E.n.R.y--->


Sabes que lo deseas… tómalo… llévatelo a la boca… enciéndelo… y ahora sientes ese escozor en la garganta… que delicia…
Cuantas veces haz jurado dejar los cigarrillos, y aun no has podido… No, mientras te recuerden a él.

Eras tan solo un chiquillo cuando encendiste tu primer cigarro, habías entrado apenas al bachiller, todavía te asombra cuan ingenuo e inocente eras entonces. Aunque eso no duro mucho, ¿verdad que no?

Tomaste aquel cigarro de su mano, esa mano prodigiosa, esa mano creadora, esa mano que, sin esfuerzo, arrancaba las más exóticas, perturbadoras y excelsas melodías de un simple violín. Habías visto a tus padres encenderlos y aspirar el blanquecino humo, así que dedujiste que no seria difícil, siempre intentando impresionarlo. Siempre fallando.

Tosiste incontenible, la garganta te calaba al punto de perder el habla, unas diminutas lágrimas aparecieron en tus ojos. El te miro, con aflicción impresa en su rostro. – ¿Estas bien? – Te pregunto – Creí que sabias fumar-
-Yo también- contestaste con voz ronca y silbante – Digo, parecía fácil – intentaste dibujar una sonrisa.

Le pediste que te enseñara, y el lo hizo.

 Das una calada mas larga y profunda, casi ínter mezclada con un suspiro, si que lo hizo. Una aguda nota de violín, te ha distraído. Aprovechas para encender un cigarrillo más y servirte medio vaso de whiskey.

Un escalofrío recorre tu espalda, una leve ráfaga de viento invernal se ha colado por la ventana. Caminas hacia ella, la cierras y te quedas contemplando el exterior, das un sorbo al licor y dejas que abrase tu lengua y tu garganta.

Un día como este, pálido y frío,  un chico alto, esbelto y con gran porte, entro en el aula,  acompañado del director, que le anunciaba como un nuevo compañero de intercambio. De primera, como solía pasar, te hallabas absorto en el libro en turno, ¿recuerdas cual era?... da igual.
La borrasca de aire que se había colado por la puerta, te había cambiado inesperadamente las páginas, haciéndote tiritar también.

Buscaste la fuente del disturbio, y lo viste. De piel muy blanca, ojos oscuros y profundos, largas pestañas rizadas y las mejillas enrojecidas por el frío. Llevaba un gorro tejido salpicado de nieve. Al presentarse, se quito éste, con educación, dejando ver  que llevaba el rubio cabello atado en una rápida coleta. Algo se agito débilmente en tu vientre. Entonces no lo entendías, ahora si, pero, en aquel momento, lo llamaste admiración.

Su sonrisa era tímida, adecuada de alguien que es nuevo en algún sitio. Oportunamente,  a tu costado derecho, se encontraba un sitio vacío, el único.  Se sentó en el y te dedico una ligera sonrisa, mientras intentaba acomodar sus pertenencias.  Un movimiento en falso, provocado por el nerviosismo y su mochila callo en seco, botando de ella un libro, que fue a dar a tus pies. Lo levantaste y un revoloteo más intenso se apodero de tu ombligo.

Lo miraste perplejo, y le mostraste tu propio libro, el que minutos antes leías. Eran el mismo.

Ese fue el comienzo de lo que pareciera una fructífera amistad. Fuera de clase, platicaban las horas de libros, películas, música, arte. Dentro de clase, intercambiaban frases, puntos de vista o lo que fuera a través de trozos de hoja garabateados con códigos que ustedes mismos habían inventado, de modo en que su comunicación quedaba encriptada.

Caminas hacia la chimenea en busca de calor, a un costado encuentras un soberbio baúl, tallado en oscura madera de ébano.  Lo abres, y te topas con esas cartas tantas veces leídas.  Sabias tan poco de el, y era, gracias a esas cartas, de orillas amarillentas y garabateadas con aquellos viejos códigos.

Cada cierto tiempo, llegaba a ti un paquete, siempre contenían lo mismo, un disco compacto y una carta. Casi siempre, con una dirección de remitente distinta.

Casi siempre, con  las mismas palabras ella…

“Saludos.

Te mando mi nuevo material, como siempre, eres el primero en tenerlo. Espero te guste. Yo me encuentro de maravilla, ahora estoy en xxxxxxxx, espero pronto darme una vuelta por allá.

Un beso.
Henry”
Una calada y un trago. Se había convertido en un prominente violinista, y gozaba de un éxito solo comparable con lo que ambos soñaban en su época escolar. Realmente nunca te ha sorprendido que llegase tan lejos. Una calada más.

Cuando estudiabas la escuela media, ya casi para finalizar, fuiste invitado a estudiar en un destacado colegio en la capital, ¿aun recuerdas la emoción que sentiste?, habías luchado tanto por ello y ya lo tenias.
No sin cierto recelo de tu madre, te mudaste a un departamento que tus padre habían estado arrendando, que además estaba ubicado provechosamente muy cerca de dicho centro de estudios.

Algún tiempo después de conocerlo, y haber entablado, más que amistad, una fraternalidad pura, intensa, comenzaste a notarlo decaído,  no te atrevías a preguntar, pero sabias que algo andaba mal. Al poco, te contó que su familia estaba pasando por una mala temporada, económicamente hablando, y que si las cosas seguían así, no podría continuar en la escuela, por la única razón de no poder pagar su alquiler.

Tu departamento era suficientemente amplio, así que sin dudarlo un segundo, lo instaste a mudarse con tigo, al principio se mostró renuente, alegando que estaría invadiendo tu privacidad y no sé qué más. Al final cedió, aunque realmente no le quedaba de otra.

Su relación nunca pareció mejor, tú lo veías casi como un hermano mayor, disfrutaban tanto de la compañía, pasaban tardes eternas dedicadas a la música. El con su extraordinario talento en el violín y tú, que tocabas, hablando con sinceridad, mediocremente el piano. Libros, y películas, tabaco y whiskey. Un sorbo de whiskey. Un nuevo cigarrillo.

Paso el tiempo y él conoció a una chica y tú los celos.  Poco a poco pasaba más tiempo lejos de ti, y más con ella. Libros y películas. Cigarrillos, whiskey y sexo.

El poco rato que tenían juntos, lo pasaba hablando de ella, de lo maravilloso que el sexo era con ella, y lo experta que era mamándola. Zorra. El tintineo del cristal entre el vaso y la licorera,  un nuevo trago.

Cierta tarde llegaste de la escuela, más temprano que de costumbre y como ya se había vuelto hábito, él había faltado.  Imaginabas que, sin duda, estaría con ella, pero no llegaste a imaginar que estaría ahí, en tu propio apartamento.

Inconscientemente, tu mano se dirige a tu entrepierna, y comienzas a acariciarte. En la mesilla a tu lado, brillan, bajo la luz de las bombillas, una licorera vacía y un vaso en proceso.

Afuera de tu puerta, justo cuando rebuscabas las llaves, escuchaste ruidos, gemidos. Te quedaste helado. Con suma cautela, abriste, y con los ojos como plato, tropezaste con una escena que nunca hubieras considerado.

Ella, tendida sobre la alfombra, se ofrecía con los muslos como alas abiertas. Él entre ellos, exponiendo impúdico, hacia ti, sus blancas nalgas que subían y bajaban incesantes. Ella gemía, él gruñía y tú…

Tu miembro, palpitante, yace entre tus dedos, lubricado por su propio precum, tu mano sube y baja por él mientas cierras los ojos disfrutando la pausada caricia. Suspiras.

Cuando debías estar molesto, furioso, pues él había traicionado tu confianza y tu amistad, realmente estabas excitado. En tu mente la escena se repetía una y otra vez, pero modificada, de modo que fueras tú el que gemías bajo su sudoroso cuerpo.

Entre tus piernas, prisionero de tu pantaloncillo escolar, tu miembro exigía ser liberado, poseído por una erección tan intensa como dolorosa. Tirado en las escaleras, sin decoro alguno, liberaste al prisionero, y comenzaste a masturbarte, casi con violencia. Amortiguados por la puerta, llegaban a ti los gemidos y bufidos, desde al centro de tu sala.

Un bufido escapa silente de tu garganta, mientras pasas la palma de tu mano sobre tu glande vibrante, una corriente eléctrica, casi similar a un orgasmo cruza tu vientre, cada vez que lo haces, arqueas la espalda sobre el sillón,  y continúas frotando inclemente el extremo de tu miembro como lo hicieras tanto tiempo atrás.

Jadeabas en silencio, resbalando por los escalones, poseso de una excitación demencial. Acariciabas frenético aquel falo indomable, mientras metías tu mano libre  bajo tu camisa y comenzabas a presionar tus pezones incrementando el ardor de tu cuerpo. Después, bajaste tu mano, acariciando tu piel, imaginando que él lo hacía, que eran sus virtuosas manos las que te poseían, cual violín, y su miembro el arco que arrancaba de ti melodiosos gemidos. Tal como lo hacía con la perra que se revolcaba en tu alfombra.

Sobaste y presionaste tus testículos, el dolor producido acrecentaba la pasión. Te aventuraste un poco más y estiraste tus dedos rozando su esfínter húmedo por la excitación. La sensación te ínsito a más, así que introdujiste la punta de tu índice. Gimoteaste. Aumentaste la fuerza alrededor de tu pene, causándote un delicioso sufrimiento. Presionaste con tu dedo, sintiendo como avanzaba entre las estrías de tus entrañas, tu calor interno, gemiste.

El segundo y el tercero le siguen, e incrementas la velocidad de la autopenetración, tus pantalones están hasta tus tobillos, te deslizas por sofá hasta poder jugar cómodamente con tu esfínter. Los efectos del whiskey se hacen latentes, permitiendo dilatarte con más facilidad. Las caricias prostáticas te hacen jadear intensamente, mientras frotas con mayor frecuencia tu miembro, se acerca el momento y varias descargas eléctricas acompañadas de espasmos en el vientre, te lo indican.

Ella gritaba impune, mientras el aumentaba la frecuencia de sus bufidos… pero ahora él no estaba sobre ella, sino sobre ti. Arqueaste la espalda de nuevo, tu esfínter empezó a contraerse alrededor de tus dedos, y tu pene se expandía rítmicamente mientras largos y espesos chorros de semen brotaban llegando varios escalones más abajo. Apretaste los labios intentando ahogar tus gemidos de placer, y un gutural rugido te hace eco, amortiguado por la puerta de tu departamento. Él también había terminado.

Te derrumbas exhausto y sudoroso.  Miras tu mano cubierta de semen, la visión de él poseyéndote, siempre terminaba en eso. Resoplas, mientras una lágrima resbala de tu mejilla, quizás esa fuera la última vez. La despedida.

Por la mañana, el mozo había traído un paquete que había encontrado en el buzón. Las dimensiones te habían permitido adivinar de qué trataba. Pese a que nunca le confesaste directamente lo que sentías por él, siempre tuviste la impresión de que lo sabía. Incluso, las posteriores veces que lo espiaste mientras la follaba, de algún modo creías que lo hacia sabiendo que lo observabas.

Un nuevo disco, una carta y una repetida promesa que no se cumplía y nunca lo haría.

En la mesilla a tu lado, brillan, bajo la luz de las bombillas, una licorera vacía y un vaso que acabas de vaciar de un trago. También se encuentra el papel rasgado que resguardado aquel paquete. En la parte inferior se lee tu nombre y tu dirección. Y en la parte superior, su nombre, esta vez sin dirección. En su lugar se puede ver la recortada silueta de un sello mal entintado que reza una única y terrible palabra… FALLECIDO.

Guías el último cigarrillo a tu boca y aspiras…